I
Edgar pensaba que su caída no tardaría en llegar, que sus vicios por fin le pasarían la factura y que su mujer, su amigo y todos los hijos de puta de los que se había rodeado esperarían hambrientos la no tan menguada herencia que al mismo tiempo su padre le había dejado. Edgar ya no tenía otro motivo para estar vivo más que para cargarse a todos los que podía mientras tenía fuerzas. Estaba en lo correcto, su primera entrada al hospital le había revelado quiénes eran esos perros que le habían mordido la mano; tal vez no era tan tarde como para joderles la vida, tal y como se la habían jodido a él.
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