jueves, 6 de octubre de 2011

Cada vez que se miraba al espejo se encontraba peor, ya no eran las arrugas o su piel colgada lo que la aterraba. Claro que no, había dejado de lado su estúpida vanidad femenina cuando murió su marido. Era joven aun, es cierto, pero a sus cuarenta años no se sentía capaz de darle la vuelta a la estrecha página que le tocaba vivir.
Gozaba de una pensión estatal por parte de su marido, un oficial muerto en acción al que nunca amó.
Hasta hace un año -con su marido vivo y de servicio como siempre- se sentía una chiquilla, coqueteaba con cualquier hombre que encontrara atractivo durante los paseos que daba con sus amigas por los bares más caros de la ciudad; algunas veces se había ido a algún hotelito de mala muerte, a apaciguar sus necesidades sexuales con alguno de estos hombres, de esas oprtunidades recordaba nítidamente tres o cuatro, que le correspondían a sus mejores amantes. No los repetía nunca, ya que nunca iba dos fines de semana consecutivos al mismo bar, después de mucho tiempo volvía a uno, ella y sus amigas tenían una larga lista de escondites.
Ahora la situación era otra, sus amigas -una a una- habían sido descubiertas en sus andanzas por sus esposos. Ella quedaba sola entonces, y detestaba emprender una aventura sin niguna cómplice. Se entregó a la depresión, fue cuestión de algunos meses el estropear su cuerpo. Quedó viuda y enclaustrada durante el entierro, en la mirada de uno de los sobrinos lejanos del difunto, lo observó de nuevo, había sido amante suyo también.

Quizás mañana cuente más de ella, ah su nombre... Helena.

No hay comentarios:

Publicar un comentario